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estancias de la memoria

I

Abrió la puerta como quien espera después
del amago de batida una acentuada culpa,
vestida de seda nocturna y con ribetes de duda.
La soledad extendió su manto: templó su mirada,
los besos impúdicos que son sus recuerdos.

 

Nadie se ocupó de él. Excepto el vanidoso
calor que consumiéndose como el incienso
impregnaba el sexo nevado de la ciudad.
Otra vez: como sangre sucia eyacular.

 

El orgasmo, la superstición del pasado.
 

Su difunto y su retrato.

II

Las sombras descansando frente al televisor.
La lámpara encendida como un espectro.
Tus manos remansadas en una triste canción.
La pasión a punto. Todo lo que soñaste
ya no existe. Sus ojos,
en la nublada frente de diciembre
esparcen luz tras las transparencias
del invierno. Como dos fugitivos:
                                                  nuestro silencio. 

III

Aquellos días ¿Recuerdas?
Sabanas, igual que pequeños estertores,
tendidas de escarcha sobre nosotros.
Paloma que rasga el cristal: tus ojos,
llenos de certezas, anhelaban un rumor
distinto al urbano. Podría ser una meseta
de madrugada, donde transluciera su cuerpo
de murmullos en la distante voz de un milano.
O tal vez una casa retirada, de vida rural;
de estancias sin paredes, sin espejos.

 

Recuerdo aquellos ojos. Las sábanas.
El susurro desmemoriado de la muerte. 

IV

Un vendaval arrecia los estertores
en cansadas cañerías.
Se aprecia la inminente intemperie del rocío.
En sus miradas jirones de niebla
jalonan incógnitas,
veredas de aguardiente.

 

Ahí fuera, todo tranquilo,
el tiempo en suspensión.
Y yo, mientras tanto, -después
de correr las cortinascierro
los ojos, dejo mi cabeza desangelada,
descanso encaramado
al único estribo de libertad
no requisado. 

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