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Gasolina
Ismael Cazorla

“Hollín, trigo y cachivache”, va pensando el marinero anónimo, mientras en su góndola de hierro surca los afluentes del gran río de farolas que es la ciudad. Palabras sin sentido acuden a él, pero las deja fluir, “columpio, plancha y zarza” son la siguiente tanda, que, extrañamente, suele ser siempre un trío. “Lúpulo, jabón y romero” surgen entre el pesado aire, tan viciado que casi puede morderlo, masticarlo y bajarlo a los pulmones. Sonriente, el marinero hace escala en la gasolinera del centro. Baja de su góndola y le da de beber el líquido oscuro. Su penetrante olor es más fuerte que el de la propia ciudad. “Sartén, ujier y mandarina”, ruge la mente ante el encargado. Cuando se lleva la mano a los bolsillos se da cuenta de que el dinero se ha quedado en casa. Y de uno de los rincones del subconsciente brota ahora un trío de palabras idénticas: “Melón, melón, melón”.

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