top of page
Hundido
Itziar Beltrán

Hundido. En un pozo negro. Así me encontraba mientras recordaba su piel, y sus labios. Y esos ojos negros que me miraban fijamente. Lo más irónico de todo es que ni siquiera la amaba. No amaba su voz firme ni su risa saltarina. No amaba su manía de morderse el labio cuando estaba nerviosa, ni esa mirada traviesa que me seducía siempre. Nuestra relación se limitaba al sexo. Puro y en todo su esplendor, sin más. Nada de tonterías, ni de moñadas. Sin rodeos ni excusas ni eufemismos. Pero aún así la echaba de menos. Mi vida desde que ella había desaparecido se había limitado a pasar ante mis ojos, fija e irrelevante. Nada llamaba mi atención mientras los días pasaban. Las agujas del reloj avanzaban, implacables, y los meses parecían caer del calendario como en una película de dibujos animados. La sangre bombeaba en mi corazón y se extendía por todo el cuerpo, creando los efectos más insospechados en los momentos menos oportunos. Iba por la calle como un alma en pena, deseando solo entregarme a los pecados de la carne, como Dorian Gray… Dedicarme al peligro, sin importar las consecuencias. Ojala todo fuese tan fácil. Mi situación me hacia replantearme cosas olvidadas largo tiempo atrás, y ya nada me importaba lo suficiente como para apreciar mi vida o la de nadie. Me creció el pelo, la barba y no me preocupe en arreglarme. ¿Para que? Era el mismo desgraciado de siempre, pero con más pelo, y peores ideas. Al parecer ella controlaba mis instintos. No me había dado cuenta hasta ahora de cuanto echaba de menos sentir la sangre escurriéndose entre mis dedos, y notar la vida apagándose en el cuerpo de una victima. A mi cabeza llegaban recuerdos que no sabía que existían. Recuerdos de alimañas retorciéndose entre mis pequeñas manos, haciendo aterrorizados ruiditos, tratando de morderme para que las dejase libres. Sabanas empapadas, gritos, mi padre sobre mí, con la correa, y la sombra que veía en la pared por las noches, cuando pensaba en eso… Muerte, muerte y sangre eran las protagonistas de mis sueños cada noche de pequeño. Y no me asustaban lo mas mínimo. Y ahora habían vuelto. Lejos de ser pesadillas eran casi como sueños eróticos para mí. Despertaba como loco, sudando y con una extraña sonrisa en la cara. Ya era así de pequeño. Ningún niño quería jugar conmigo, y los pocos que se atrevían no volvían a intentarlo. Me gustaba estar solo, jugar solo. Los demás no veían mis juegos como tal, si no como una de sus peores pesadillas hechas realidad. Y siempre andaba solo. Recogía ratones e insectos del suelo, y experimentaba con ellos. Las crías de rata eran las que mas soportaban. Los saltamontes morían enseguida, entre vanos intentos de saltar con sus enormes patas traseras. Más de una vez me hirieron con sus bordes de sierra. Cuando crecí y cogí práctica recogía gatitos. Abandonados por sus madres, casi como yo. Casi. Y aquello si era divertido. Un solo gatito podía proporcionarme horas y horas de entretenimiento salvaje y en absoluto sano. Ella estaba en contra de dañar a animales. Supongo que eso es lo que más atrajo mi atención aquella tarde de agosto cuando la conocí. El prado estaba precioso. Y no puedo recordar mucho más acerca de eso. Solo sus ojos negros. ¿Qué haces? ¿Quién eres? ¿Cómo me has encontrado? ¿QUÉ QUIERES? Las preguntas se acumulaban en mi cabeza, una detrás de otra, a gritos, pero no conseguía expresarlas en alto. Me enmudecía. Su mirada severa, dura, ya tan triste… El reproche, la pena en sus ojos al ver la sangre en mis manos y el pequeño cuerpecito en el suelo. Era débil, y enseguida se había agotado su vida, después de caer en mi poder. A veces era así. La vida no es justa, supongo. Al menos no lo fue para aquel pobre bicho. Y luego sonrió, al percibir mi confusión. La acompañé a casa, y no volví a verla en mucho, muchísimo tiempo. Bueno, si, en mis sueños. Cada noche. Y nunca soñaba cosas agradables. Supongo que tampoco a ustedes les parecerían agradables de ponerme a describirlas. Solo les diré que mis sueños eran negros y rojos, y cuando despertaba aún escuchaba gritos en mi cabeza. Aunque en realidad, me imaginaba su voz. En el breve trayecto hasta su casa, no abrió la boca. Solo sonreía. No preguntó, no pidió explicaciones. Supongo que por aquel entonces no debía importarle mucho. Aquel mes fue bastante importante. Cumplí la mayoría de edad, la conocí y por fin mi madre desapareció de mi vida. Para siempre. Sin vuelta atrás. Murió mientras dormía. No puedo decir que aquello me entristeciera. Me dejaba en una situación bastante deseada para un joven de dieciocho años. Una casa pagada, y sin padres. También me gustaría decir aquello de ‘al menos no le dolió’. El problema es que si le dolió. Yo me encargue de ello.

No volví a ver a Lluvia hasta unos cinco años después. Y era hermosa. Mucho más de lo que podía recordar. Ahora era toda una mujer. Y que mujer. Su pelo, sus ojos. Su carácter y su sonrisa. Era casi un milagro. Pero como ya he dicho, no la amaba. No hubiera podida aunque quisiera. Sobretodo pensando en lo que tenía preparado para ella. Pero eso no podía contárselo. No señor. Aquel año, cuando nos reencontramos, fue mágico. Ella no se daba cuenta, o no quería, de que aquello que había visto en el prado no había sido ni mucho menos un accidente. Y además, por fin pude escuchar su voz. Esa hermosa voz, que era tan diferente a lo que llevaba cinco años soñado en mis sueños. La voz de mis sueños era tan quejica, tan débil. Y la suya no. Era alegre, dominante y firme. Todos callaban cuando escuchaban su voz. Y todos se preguntaban que demonios había visto la perfecta y preciosa Lluvia en alguien como yo. Aquel raro y siniestro yo. Íbamos siempre juntos, y a ella le daba igual todo. Supongo que le contarían miles de cosas sobre mí. Pero no le importó. Y si le importó, no lo parecía, eso seguro. Y acabamos viviendo juntos. Apenas hacia unos meses que nos conocíamos, quiero decir de verdad, pero a ninguno de los dos nos importó. Si les importo a los demás. A todos. Pero no pudieron hacer mucho. Después de tanto tiempo con ella, como ya he dicho, todo desapareció. Mis dulces sueños, y mis ganas de dominar, de matar, de acabar con todo con mis propias manos. Olvidé que quería matarla. Me consiguió un trabajo, un buen trabajo con buenos ingresos. Y me amó. Me amó con todas sus fuerzas, lo sé. Esas cosas se saben. YO las sé. Se que hubiera dado su vida por mi, de habérselo, pedido. Me soportaba, me mimaba, me quería. Era joven y dulce. Tan extraordinariamente exquisita… Sus encantadores detalles de cada día, y sus besos detrás de mi oreja. No tuvo suerte al enamorarse de alguien como yo. Con cualquier otro, hubiera podido ser la mujer más feliz del mundo. Pero se topó conmigo. Creo que, en el fondo, pensaba que podía cambiarme. Siempre lo creyó así. Que equivocada estaba… Sin embargo, nunca me pregunto por el bicho. Nunca. A veces veía asomar la pregunta entre sus labios, con ojos esperanzados. Pero nunca la formulaba. La respuesta la asustaba. Y supongo que la amenaza silenciosa de mis ojos también. Ella corría peligro estando tan cerca de mí y los dos lo sabíamos. A mi me daba igual. Y cuando tenía que callarla, la callaba. Nunca le demostré amor. Creo que en el fondo ella siempre supo la clase de criatura que soy. Pero nunca lo hubiera admitido. ¿Para que? Yo nunca le haría daño, eso seguro. Los dos lo sabíamos. Los dos estábamos seguros. Más de una vez la había defendido de una panda de capullos. En el fondo, estoy seguro de que ella tenía la ligera esperanza de que yo la quisiera. Un poquito, aunque fuera.

Pero le bastaba con saber que nunca le haría daño.

Y por eso se sorprendió tanto cuando la hoja del cuchillo atravesó la piel suave de su cuello, cuando se dio cuenta de que nunca podría cambiarme. De que ya era tarde… Sus ojos solo pudieron decir : LO SABÍA, y de su boca entreabierta salió tan solo un hilillo de sangre roja, perlada y prefecta. Y tan deliciosa como ella misma, como mi Lluvia. Empezó a fluir por su suave cuerpo desnudo. Cuando esa afilada punta hizo cortes en toda su piel, una y otra vez, y vio que mi mano sujetaba el cuchillo de cocina, lo que mas la asustó seguro que fueron mis ojos. Mis ojos de loco. Brillando de ira y placer, cuando mi alma vio cumplidos sus sueños.

Y por fin, después de meses y meses sin ella, después de darme cuenta de lo mucho que la necesitaba, hundí el cuchillo en mis entrañas, y me desplome, desangrándome, junto a sus restos, amontonados y putrefactos en la cama, rodeado de sangre ya vieja y seca.

bottom of page