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Tiembla
Ismael Cazorla

Tiembla, mientras el aire sacude su pelo rubio. Algunos mechones se le meten en la boca, mientras avanza a trompicones, descalza, por las calles vacías. La noche es oscura y silenciosa. Maquillaje corrido, ropa descuidada. Carreras en las medias, uñas rojas. Y mirada asustada. Mirada asustada de quien ha conocido el miedo, de quien lo ha mirado fijamente a los ojos, y ha podido escapar, a duras penas. Todo había empezado sólo tres meses atrás. Él, y sus sonrisas. Él, y sus bromas. Él, y esas miradas calladas llenándolo todo. Él, tan alto, tan delgado. Tan lleno de vida, tan completo, tan perfecto. Fuerte y diferente. De personalidad arrolladora. Un seductor, impertinente, descarado, mordaz y rápido. Empezaron a verse en secreto. A compartir besos silenciosos en la trastienda. Noches llenas de sudor, besos, y sonrisas. Noches mágicas, que le llenaban el corazón y la dejaban satisfecha. Confesiones nunca hechas antes en voz alta, copas y más copas. Tabaco, comida fría. Mucha música, de la de antes. Música rockera a todo volumen y bailes desquiciados en casa de ella, o en su coche. Luego cambió. Los besos se volvieron mordiscos; las bonitas palabras, insultos y silencios rabiosos. Y un día no fue capaz de reaccionar ante el primer insulto. No supo que hacer al verse en el suelo, con la cara roja e inflamada. Qué pensar al ver todo el odio que cruzaba la cara de él. Se quedó dormida en el suelo. El vino que aún navegaba por sus venas tuvo algo que ver. Y al día siguiente despertó con el cuerpo dolorido, y frío. Y tembló al recordar la noche anterior. Retazos cubiertos de rojo que se cruzaban por su mente. Fue a la cama, y él no estaba. Se tomó un par de pastillas en un vaso de plástico. Estaba quedándose otra vez dormida cuando volvió. Llevaba un enorme ramo de rosas en las manos. Rosas rojas y blancas. Y una tarjeta de mil colores, llena de disculpas, y te quieros. Llevaba un ramillete de excusas oculto en cada manga, y un millón de besos escondidos en el cuello de la camisa. Le acarició la cara, despacio. Le curó la herida que le había hecho en el ojo, mientras la besaba por todas partes, y le susurraba palabras bonitas. Las ganas de que todo hubiera sido un sueño la convencieron de dejarse hacer, se dejó llevar, acariciar, besar. Dejó que la metiera en la bañera, que le quitara la ropa. Le dejó besarle los hombros, y se tomó las pastillas que le ofreció. Dejó que la llevara a la cama, y le hiciera el amor dulcemente, entre palabras bonitas, caricias, y besos suaves. Y decidió olvidarlo. La herida despareció en un par de días, y todo volvió a ser igual. Besos guarros en la fotocopiadora, caricias ocultas debajo de las mesas de la cafetería, y morderse las ganas cada hora de trabajo, esperando la salida para acabar en cualquier bar, bebiendo como locos, y buscándose desesperados en baños sucios y locales cutres.
Y aquel ser malvado y brutal que había conocido volvió. Esta vez con más fuerza. Estaban en la cama, y ella le contaba historias de antiguos amantes, de viejos
conocidos y momentos pasados. Y él se volvió loco. La golpeó con tanta fuerza, con una brutalidad tan desesperada… Otra vez la mirada de loco, otra vez los insultos. De nuevo salió aquella bestia que llevaba dentro y que lograba poseerlo en los momentos más inesperados. De nuevo los gritos. Y otra vez acabó en el suelo, llena de dolor esta vez. Moratones por todo el cuerpo, menos la cara. Se quedó de nuevo allí tirada, dolorida, y agotada. Y durmió en el suelo una vez más. Y él volvió a sus disculpas, regalos caros, bonitos, y palabras tan preciosas que llenaban su alma por dentro. No entendía por que no salía corriendo. Solo sabía que lo necesitaba, que necesitaba sus besos, sus caricias. Sus ‘nena’, y sus ‘preciosa’. Hasta pasaba por alto los comentarios llenos de desdén, las malas caras. Cada vez más frecuentes. Cada vez menos miradas de amor y deseo. Cada vez más alcohol. Y otras drogas. Cada vez menos risas, y más vómitos, más noches amaneciendo tirada en el suelo. Y cada día menos besos suaves, y más mordiscos. Cada día se levantaba con un mapa amoratado escrito en las costillas, y un pensamiento terrible nuevo cada día. Menos ganas de vivir. Más asco de si misma. Desprecio de su debilidad. Pena, autocompasión. Alcohol, drogas, peleas, gritos, cada día más altos. Cada día golpes más fuertes. Despierta. Le duelen los labios, y el pómulo. La cabeza le da vueltas, el alma le araña por dentro, y le tiemblan las piernas, débiles. Echa un vistazo rápido a la habitación. Todo esta por el suelo. Las lámparas, revistas, platos, vasos rotos. Cristales de una botella de whisky, y la mancha marrón que se quedará para siempre en la alfombra. Están en su casa, la de él. Que duerme, semiinconsciente en la cama, roncando suavemente. El pelo oscuro revuelto, las mejillas rojizas. Los nudillos destrozados de golpearla a ella, y de darle a la pared. Un corte superficial de la botella que rompió anoche. Los ojos cerrados, y la boca entreabierta. Satisfecho, descansando en un sopor alcohólico, y con una calma pasmosa. Y entonces lo sabe. Siente arder la rabia por dentro, subiendo acelerada desde lo más profundo de su corazón. Se mira las heridas, los moratones, observa la sangre en el suelo. Recuerda los insultos, los golpes. Y por primera vez, en medio de la resaca, del dolor, es consciente de lo que está pasando. Se mira en el espejo. El pelo rubio, sucio. Los ojos hundidos, llenos de maquillaje barato, la boca manchada de carmín rojo, semiborrado. El cuerpo lleno de bocados y arañazos. Se acerca una vez más a la cama, y observa su respiración. Y sin mirar atrás, sin preocuparse de nada más, echa a correr. Escaleras abajo, corre por la calle. Corre hasta quedarse sin respiración, hasta que le duele el pecho. Sin destino fijo. Solo quiere salir de allí. Correr y correr, hasta sentirse viva. Hasta olvidar el dolor. Descalza, medio desnuda, con las piernas llenas de arañazos, y de marcas. No hay nadie por la calle, y el silencio le ayuda a pensar.
Camina hasta la calle grande más próxima, y se sienta en un banco de madera. Necesita un cigarro, pero se ha dejado el tabaco en casa. Está nerviosa. Le tiemblan las piernas, y no sabe qué hacer. Sólo quiere un cigarro, y un café. Necesita pensar. La cabeza no deja de darle vueltas. Cree que va a volverse loca, que va a estallar. Le
cosquillean los dedos de las manos. Se queda sentada en aquel banco durante horas, mirando salir el sol. Observando despertar al mundo. Los coches empiezan a moverse, la gente tiene que ir a trabajar. Seguramente él no se moverá durante dos días. Pero puede ser que se haya levantado, y la esté buscando. Decide parar un taxi. Es un hombre anciano, que la mira de reojo. Otra cría borracha, casi le lee en la cara. Le da la dirección de su casa. Casi ni se acordaba. Ya no queda nada que la ate a esta ciudad. Pero tiene mucho por lo que luchar. El camino es largo, y ella está agotada. Se queda dormida en el taxi, recostada en la ventanilla. Y por fin llega a casa. Le pide al taxista que espere. No lleva dinero encima. Sube corriendo los dos pisos, y saca la llave de emergencia de debajo del felpudo. Sonríe. Todo empieza a ir bien, parece. Apenas hace unas horas que ha dejado atrás el infierno. Aún puede sentir su calor abrasador en la nuca. Pero la llave encaja en la cerradura. Coge dinero de un cajón medio cerrado, y baja corriendo. El taxista se ha ido. Mira alrededor, confusa. Debe haber notado todo el dolor que emanaba de sus labios durante el sueño. Sube, se calza unas botas, y sale a por un café. Y a por ese cigarro. Se sienta en una terraza, enfrente de casa. Lucky y un café bien cargado. Es hora de marcharse. De desaparecer. De no dejar rastro, y sólo huir. Hacia un futuro mejor. Sin gritos. Un futuro sin palizas, sin insultos. Se merece ser feliz, una vida adecuada a lo que ella esperaba. Es joven, inteligente. Es bella, está segura de si misma, y decidida a cambiar. La maleta esta casi vacía. No quiere nada de su vieja vida cerca. Quema todas las fotos, las flores secas, la ropa. Las cartas. Y siente como las disculpas vanas se van con el humo. Casi nota como los moratones, los de su alma, desaparecen también en el humo. Sonríe, como no sonreía desde hace meses. Sabe quien es. Sabe lo que vale. Y solo quiere que los demás lo vean. Se monta en el autobús, y una sonrisa se asoma a los labios. Mueve la cabeza al ritmo de los Creedence, y sus dedos recorren, inconscientes, sus largas piernas. Hoy empieza su vida. La de verdad. Y lo sabe.

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