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Andrés Soler Celma

Los dedos le temblaban de frío. Abrazó fuertemente las piernas con sus brazos y apoyó la cabeza en sus doloridas rodillas. A su izquierda, en medio de la oscuridad, alguien cantaba muy flojo, casi susurrando, una canción típica de su pueblo. Acompañada a destiempo por los golpes en la madera, las notas del canto apenas conseguían distraer de la verdadera situación. Pasado un rato hizo memoria y trató de recordar por qué estaba allí. Entre las imágenes de sufrimiento que habitaban en su cabeza, encontró los dos ojos negros de su hija de cinco años que las lágrimas hacían brillar intensamente. -No llores más -pensó. Volvió a sentir aquel beso que le había dado mientras dormía tan solo cinco horas antes. En cambio, ahora se encontraba muy lejos y a medida que pasaban las horas, éstas se les hacían más largas y pesadas. Aun en su penosa situación, és era lo que se conocía como un afortunado aunque en realidad era uno más.

 

La voz que susurraba la canción calló mientras los golpes en la madera siguieron su propio compás. Llevaban un tiempo sin rumbo y el fin de la canción les obligó a pensar. La desesperación sólo se vio frenada por la fatiga. El silencio hablaba por todos y recordaron a Omar, después de aquella inesperada ola.

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