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Álex López Meliá

Desde pequeño supe que yo era el más rápido. Jamás encontré un rival más fuerte, más ágil o más veloz que yo en las muchas competiciones en las que tuve que participar. Me he medido con contrincantes mayores, más jóvenes, más grandes e incluso mejor preparados que yo. Pero nadie ha sido capaz de alcanzarme. Nunca he recibido más galardón o reconocimiento que el propio triunfo: es lo que cuenta, no necesito nada más. Corro sobre todo por el hecho de seguir adelante, invicto y preparado para volver a competir, aunque también para satisfacer mi vanidad.

Esta vez mi rival es más rápido. No recuerdo haberme enfrentado nunca a nadie que lo fuera tanto. Pero siento el grito de ánimo de los míos, su seguridad en mis posibilidades, el constante sufrimiento de mi madre ante cada nueva carrera. Por ellos, por los que en mí confían, pero sobre todo por lo mucho que me juego, sé que no puedo fallar.

Sin embargo, esta carrera se me está haciendo más pesada. Mis zancadas no parecen ser las mismas. No son tan veloces, ni tan ágiles. Esta vez ni siquiera veo la meta. Ya empiezo a oír las pisadas de mi rival. Está cada vez más próximo. ¡Sigue corriendo! Ya noto su aliento muy cerca, demasiado. ¡No pares, más rápido! Y finalmente, la dentellada. Noto el dolor intenso de sus colmillos en mi cuello y siento salir la sangre a borbotones. Mi mirada ya perdida se nubla, se vacía. Lo siento, padres. Esta noche las gacelas llorarán por mí. El león sólo me ha ganado una carrera. Pero ha sido la última.

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